Cupla Carencia-Mentira

Fuerza Motriz de la Adicción

Conferencia Magistral en el

Sexto Congreso Internacional de Investigación en Ciencias, Artes y Humanidades. Noviembre 2022
- sección Humanidades - código H055 -

Resumen

En la consulta me he encontrado con personas cursando algún tipo de adicción, vinculada con la comida, el alcohol, el trabajo o las drogas, que habían sido refractarias a los tratamientos conductistas y buscaban un enfoque diferente que les permitiera seguir. El conflicto surgía al interpretar el significado que le habían asociado a ese verbo: seguir. Seguir comiendo, seguir drogándose, seguir viviendo como si nada pasara; muchas posibles interpretaciones que, por no lograr horadar la superficie, solamente confirmaban una certeza: no repetir la técnica ni el camino que ya habían transitado y que los confirmaban en su seguir adictos. Así, hace poco más de quince años, comencé a ver en la adicción un rudimentario intento de defensa ante lo infructuoso que resultaba la búsqueda previa de alguna solución que realizaba la persona adicta; en otras palabras, cambié el observador y en vez de emitir un diagnóstico o de juzgar el acto, como socialmente se suele hacer, intenté poner en palabras el significado que tuvo para esa persona tanto su creencia como su supuesta necesidad de sumergirse en una adicción. Esto obligó a cambiar la técnica, tanto en la forma de llevar adelante el tratamiento como en la expectativa de logros y en los plazos para alcanzarlos, intentando llevar a la persona a que contactara con aquella carencia dolorosa que lo obligó a diseñar e incorporar algún tipo de mentira que le permitiera soportar a la anterior carencia; pudiendo considerar que los resultados fueron positivos al permitirles volver a escribir su propio significado de equilibrio de modo tal que no todo fuese cumplir con la exigencia social y tampoco quedar del lado de un solipsismo enajenante ni autocomplaciente.

Introducción

El presente trabajo es el resultado de varias intervenciones, todas ellas interdisciplinarias con psicólogos, endocrinólogos y/o psiquiatras, con pacientes que reportaban comportamientos adictivos; algunos socialmente tolerados, como el alcohol, otros utilizados como ejemplo de lo deseable o lo opuesto, como la dedicación al trabajo o la ingesta compulsiva de comida, y unos más en un limbo conflictivo producto de juicios emitidos desde la educación recibida que se confronta con las nuevas tendencias legales y sociales que ahora buscan permitir lo que antes se prohibía.
Lo que sigue es una organización de las observaciones, intervenciones, interpretaciones y conclusiones que me han permitido fortalecer mi hipótesis acerca de que la adicción es solo una mentira propia surgida para compensar el dolor de una carencia psicoafectiva, de la cual el entorno y la propia persona no tienen consciencia de su existencia como tampoco del sufrimiento que ocasiona.

El individuo frente a diversas posiciones paradigmáticas

Es mucho lo que ha aportado la neurociencia para comprender los circuitos que se activan e intervienen en la obtención del placer al realizar una actividad de forma repetitiva o tras un evento adictivo; algo de utilidad para poder contrarrestar, químicamente, la sensación de premio.
Sin embargo, esa explicación está referida al ámbito concreto acerca de cómo funcionan y reaccionan el cerebro y el cuerpo luego del consumo; por lo que en este trabajo presento una aproximación simbólica compartiendo lo que he encontrado en común en varios pacientes al analizar “lo previo”. En otras palabras, una explicación a qué es lo que pudiera estar llevando a una persona a que decida incurrir en una acción, que luego es esperada por ella y la repite, hasta que la misma toma el control de su vida y la comienza a degradar.
Dado que se está proponiendo un enfoque relacional, pero posicionado desde la perspectiva del receptor y su capacidad innata para recibir y/u ofrecer, es necesario revisar los conceptos involucrados en este trabajo; básicamente, los referidos a un individuo que recurre a una mentira para poder acarrear el peso de una carencia.
Comencemos reconociendo al sustantivo: ¿Qué es el individuo?
Como concepto, sugiere la idea de aquel que no puede ser dividido; sin embargo, por regla general, no se considera a un menor o a un bebé como un individuo, aunque cumpla con la premisa física de no poder ser dividido. Por esta razón, se supone la necesidad de que exista, al menos, algún otro matiz; el cual va a ser su grado de independencia que, además, determina tanto su autonomía como el inicio de una contradicción vital.
Existe un interés en propiciar la individuación, sobre todo del sujeto emergente del proceso adolescente, dado que, culturalmente hablando, a un individuo se le pueden exigir resultados que satisfagan las necesidades de la sociedad en la que se desarrolla.
Es un tema fundamental, aunque práctica y lamentablemente difícil, cuando no imposible, de poder dirimir los motivos subyacentes en las diversas formas de acceder al individuo desde las diferentes posiciones o intereses que lo someten y relegan.
Una primera contradicción cultural que se impone al individuo reside en la ambigüedad que se presenta al sentenciar que un individuo es un ser social por naturaleza. Volviendo sobre nuestros pasos, dado que el menor no es considerado individuo porque no es independiente, se puede argumentar que la naturaleza que lo define como social no es nada más que la necesidad. Por lo mismo, ambas aseveraciones se oponen y han exigido la construcción de un cuerpo teórico para analizar y sugerir hipótesis que explicaran esta contradicción.
El individuo desarrolla y elabora un parricidio simbólico, dándole voz a un grito natural que lo empuja tanto a ser, para así poder lograr, como a intentar lograr, para pretender ser; atreviéndose contra el desamparo originario, o viéndose como actor principal de una escena primaria propia, o sintiéndose poderoso para obtener y, a la vez, temeroso por no conocer ni controlar lo que sigue.
Evolucionar hacia el ser individuo supone la preparación y la aceptación del conflicto de hacerse cargo de la provisión para la satisfacción de los deseos y las necesidades propias; pero, ¿puede un individuo culturalmente construido llegar a identificar y discernir cuáles necesidades son propias y cuáles le han sido inculcadas desde la cultura y/o la amenaza de la exclusión social?
Es esta última pregunta la que obliga a intentar identificar los límites y alcances de la realidad, no tanto desde un punto de vista filosófico sino desde uno más humano; definiendo una posición.
Algunas de las posibles posturas se las detecta cuando nos ubicamos del lado de la productividad, o del desempeño de las funciones en el ejercicio de un rol, o desde las exigencias impuestas para minimizar la importancia del ser, o de cualquiera otra que desconozca la singularidad de lo humano.
La otra, claro está, está del lado que le corresponde al individuo, según sea su forma natural y normal de recrear a la realidad en su mente; siendo tan fuerte esta posición que establece tanto una problemática socio-cultural como una imposibilidad de que exista una única forma de resolver los distintos aspectos, incumbencias y problemas presentes en la misma.
Para aclarar un poco esta aseveración, baste con recorrer algunos de los distintos paradigmas en torno a lo humano, tales como filosófico, científico, social, lingüístico, cultural, psicopedagógico, conductual, cognitivo, humanista, o de la complejidad; entre muchos más.
Lo humano es inconmensurable y, por lo mismo, justifica la existencia de tantos enfoques; sin embargo, aunque se los define y acepta, suelen utilizarse de modo tal que muchos de los paradigmas son reducidos a unos pocos, administrables y controlables, para asegurar el logro de un supuesto beneficio que algo o alguien determina que es lo que más importa o debe importar.
La consecuencia de este reduccionismo o simplificación es la aparición de juicios de valor por comparación con un modelo deseado; lo cual, por la mera extensión de lo que representa un modelo, implica tanto la negación de aquello que se evalúa inútil de la dimensión humana como la necesidad de producir un marco teórico y jurídico que sustente y justifique la amputación o modificación de la esencia individual en favor del rescate de lo social.
Las formas en las que se manifiestan estos juicios son mediante los rótulos con los que se catalogan y encapsulan las generalidades que molestan, estorban o dificultan el control del ser humano como miembro integrante de una grupo o sociedad; siendo ejemplos manifiestos de dichos juicios-rótulos los informes de las evaluaciones de desempeño laboral o académico, así como los diagnósticos que dirigen un tipo de tratamiento a ser adoptado.
Aquí es obligado hacer una salvedad.
No es lo mismo emitir un diagnóstico sobre algo tangible que acerca de lo intangible.
Dentro de lo palpable, visible, comprobable, como puede ser una úlcera perforada, una rotura de ligamento o un infarto, un diagnóstico tiene como propósito el poder discutir y definir la mejor técnica para resolver aquello que, por haber dejado de funcionar o haber comenzado a fallar dentro del cuerpo del ser humano, le impide la continuación de su vida según sus características, posibilidades, necesidades y deseos.
En cambio, emitir un diagnóstico sobre algo intangible, como lo es la psique humana, propicia una tendencia a intentar su evaluación desde lo físico; analizando el sistema humano tanto por partes, como lo hacen la psiquiatría, la neurología o la neurofisiología, como de un modo integral, tal como está sucediendo cada vez con mayor frecuencia desde lo interdisciplinario en la neuropsicoinmunoendocrinología. Volvamos a leer: neuro-psico-inmuno-endocrinología.
No obstante, la máquina humana, viva y dinámica, genera, modifica o descarta significados únicos que le son propias, a veces con aproximaciones a los de otras personas, pero siempre singulares, por lo cual es necesario recurrir a la interpretación dentro del marco de lo individual incluyendo aquellas características que colaboran a la construcción de los mismos.
Esto deja fuera a la estadística y vuelve relativo la concepción de lo normal, ya que lo que pudiera ser o no probable dentro de un intervalo de confianza, estadísticamente hablando, siempre se torna en una certeza desafiante cuando sucede en una persona; exigiendo hacer un alto para contemplar la magnitud que tiene o puede llegar a tener para el individuo la consciencia de ser como es, y vivir lo que está viviendo.
Anteriormente, utilicé la palabra “dinámica”, con el propósito de relativizar el impacto que tiene en el individuo un rótulo impuesto por alguien externo en respuesta a un modelo estadístico, que solamente analiza una foto impersonal de un momento vivenciado por aquel que necesita ser ayudado.
Se enfatiza la figura de “foto impersonal”.
Dado que existen los significados, siempre variables y personales, los datos recolectados mediante cuestionarios o entrevistas, nunca aportan el valor que transforma al dato en información.
Esa valoración vestida de diagnóstico es externa a la persona, por lo que para ella no debiera constituir una información útil a no ser la que podría producir si la considera como una opinión sobre lo que pudiera representar aquello que estaba o está viviendo al momento de requerir asistencia.
Sin embargo, se le ha enseñado y exigido al ser humano que desconozca su realidad... y así el diagnóstico se vuelve veredicto y sentencia que lo condicionan durante el resto de su vida.
En el ámbito de la psique, los diagnósticos deberían quedar del lado de una reflexiva opinión respecto de lo posible, con una aséptica y humilde postura de “veremos cómo sigue”. Lo reflexivo implica y exige el poder ver al otro, recibirlo, comprenderlo, para poder devolverle algo que le sea útil para que construya su vida, no la que le han enseñado que debía ser o la que se supone que debería tener.
En otras palabras, el psicoterapeuta o el psicoanalista debiera poder investirse como un “interlocutor válido” capaz, de reconocerle y cederle a la persona su poder para decidir acerca del valor que tiene para sí el poder relatar aspectos de su vida sin tener que temer ni al juicio ni al aleccionamiento.
El riesgo de verlo de otro modo es el de absolutizar, rigidizar y exigir una forma de ser deseable, tras haber juzgado por desconocer que lo analizado no es más que el relato que la persona genera a partir de lo que ha vivido o está viviendo.
Sí, un relato, un cuento. Una simple, y a veces tosca, composición de frases dentro del alcance de lo que puede conocer y/o detectar e identificar conscientemente, que siempre está matizada por aquello inconsciente que le es desconocido.

De las carencias

Con lo argumentado en el punto anterior, al hablar de carencias tenemos que hacer un alto para poder contactar con el individuo, sus necesidades esenciales y sus creencias, antes de emitir un juicio enmascarado como diagnóstico; porque el referente externo para inferir una verdad está limitado por naturaleza, y también lo está el referente interno por causa del condicionamiento ejercido por el entorno ante de las reacciones del entorno a su forma natural de exigir e interactuar con la realidad.
Entre el soporte teórico que se ha generado para intentar identificar y comprender qué es eso que pudiera estar faltando, o si es causa o consecuencia, deseo inconsciente, necesidad o capricho consciente, hay argumentaciones de todo tipo, que van desde la simple teorización basada en un inexistente ser humano ideal hasta la aproximación al significado que la persona puede crear al estar en relación frente a otra.
Fijando posiciones, a efectos de encauzar la lectura de este trabajo, considero que “la falta básica” o “la falla básica” de Michael Balint es digna de ser rescatada, comprendida y utilizada para poder lograr una primera aproximación a la persona, sus relaciones y los significados que estos encuentros necesitan o suscitan.
Sin embargo, para fundamentar lo redactado en la introducción respecto a la necesidad de utilizar otro enfoque, debo aclarar que no comparto la idea de un trauma infantil como algo universal que le sucede a todos, ni que la anatomía ni la infancia son destino, y ninguna otra premisa sugerida como guía absoluta que debe ser analizada para acceder a la complejidad humana; si estuviera de acuerdo me estaría contradiciendo, dado que una de las bases de este trabajo es el esfuerzo que se debe hacer para descubrir cuáles son los parámetros que cada individuo valora en vez de buscar formas de forzarlo a que adopta las que se presentan y regulan como aceptables y/o deseables.
Desde mi perspectiva integral de lo humano, y considerando que lo inconsciente tiene un sustrato físico en la base del cerebro, con una región perfectamente identificada y con conexiones tanto hacia el hipocampo como al córtex prefrontal, las experiencias adquiridas son producto de lo que cada persona ha podido hacer con las propuestas y exigencias de la realidad hacia su vida.
Dicho esto, la personalidad de una persona es una construcción que le pertenece, y que se basa en lo que le es dado desde su concepción.
De este modo, lo que para unos es una carencia evidente que lo puede marcar o traumar, para otros es una oportunidad o un desafío; siendo estas características inherentes a la propia persona y observables desde su niñez temprana, es decir, cuando aún no hay historia que dirija o condicione su reacción.
La carencia, como falta, es un misterio indescifrable.
Hay otra forma de observar esta realidad, que a la persona le puede doler y hacerla sentirse exigida y/o sometida, que es la de considerarla como el efecto de un retraso en la obtención de un satisfactor para una necesidad inconsciente.
Esta forma de concebir la carencia relativiza la influencia del accionar del entorno; porque la persona, desde su niñez temprana, busca eso que la satisfaría, aunque lo desconoce y no encuentra.
Ampliando esta perspectiva, al pensar en las características innatas que determinan sus recursos y capacidades naturales para responderle a la realidad, vemos que en donde un niño busca pecho, cobijo o amparo, otro rechaza el intento materno de amamantarlo y/o de protegerlo. Reitero que estas conductas no son producto de la educación ni de las circunstancias o trato recibido desde su entorno, y ya vienen como posibilidad concreta en la impronta de cada ser humano. Del mismo modo, estarán los niños y niñas que parezcan flotar aislados de toda amenaza externa, pudiendo inclusive llegar a divertirse con los truenos en una tormenta, y habrá otros que vivan niveles elevados de estrés, angustia y temor, aunque el sol brille en lo alto del firmamento.
Al asimilar lo dicho en el párrafo precedente, surge como importante un cambio en la concepción de lo que es la carencia; siendo necesario comprender que la misma no se establece por lo que el exterior aporta o niega sino por lo que cada individuo está preparado para esperar de la vida.
Esta perspectiva dispara la complejidad de las relaciones humanas, exigiendo, por lo mismo, que se le dé la suficiente importancia a la escucha empática verdadera, esa en la que el interés por el relato del otro no está dado por la utilización técnica de un estudiado e sugerido parafraseo.
Volvemos al punto del interlocutor válido; aquel que recibe y devuelve, que permite el descubrimiento que confirma, así como el que sirve para descartar.
El individuo puede intuir cómo es y se puede sentir a sí mismo; pero, por la intervención del proceso educativo, ha dejado de confiar en su percepción tras haber permitido que el otro tenga la razón sobre la definición de lo que debe ser.
Concebida en estos términos, la carencia molesta y, a veces, también duele, porque la persona no sabe conscientemente qué le sucede ni de dónde proviene su estado de posible insatisfacción, frustración o enojo. Incluso, puede llegar a sentirse más molesto, sin saber el porqué, cuando percibe que el entorno incrementa su atención intentando darle lo que ellos piensan que necesitan sin haberse detenido para indagar que le sucede.
El dolor de esta carencia puede ser muy fuerte, sin que ello presuponga la necesaria existencia de un trastorno de ansiedad, depresión o psicosis.
Este vínculo entre la tendencia a una adicción y la presumible existencia de un trastorno vuelve a demostrar que los diagnósticos pueden ser incompletos, cuando no desacertados, por haber intentado reducir la complejidad humana a una simple ocurrencia estadística.
Está aquel que manifiesta una conducta adictiva porque lo quiere, aunque no conozca el origen de su necesidad, sin que ello represente un estado de enfermedad. La pregunta inmediata es ¿está preparada la sociedad para aceptar que alguien elija hacer lo que hace con su vida?
La carencia pudiera verse como el grito gestado y ahogado en aquel que vino a la vida con la promesa, impresa en sus genes, de hallar algo valioso que nunca llega o se demora demasiado; alimentándose tanto de sus exigencias inconscientes como de la incomprensión o la falta de interés de su entorno.

De las mentiras

Típicamente, la mentira está vinculada a la supervivencia; por lo cual, tenemos que considerar la fortaleza del individuo, su manejo del estrés, su facilidad o dificultad para manejar sus posibles estados de ansiedad, así como la imagen que ha ido construyendo sobre sí mismo confrontada con la capacidad de percibirse y de incorporar las oportunidades y exigencias presentes en la realidad.
Salvo en situaciones patológicas, la mentira puede ser tanto un recurso estratégico como la herramienta defensiva por excelencia, o la inocente y aceptada forma de establecer y sostener un vínculo social.
Es decir que la mentira, en sí misma, encierra un significado que puede estar asociado a una necesidad, una creencia, una certeza o una intención, tengan éstas un motor consciente o inconsciente.
Nos detenemos en este punto. No es lo mismo quedarse en qué se buscó con la mentira, su objetivo, su intención, lo que sería el motor consciente, que aquello que motivó que se recurriera a la mentira, lo que sería el motor inconsciente.
Con esta salvedad, el presente trabajo se refiere a ese motor inconsciente, que se mantiene oculto y lejano de la comprensión tanto de las personas del entorno como del propio individuo.
Vivimos inmersos en la mentira. Por ejemplo, las promesas de campaña que publicitan los políticos en tiempo electoral; sin embargo, aun sabiendo que existe su interés por ganar el voto, solemos ir a votar por aquellos que sabemos que muy probablemente nos están mintiendo.
Analizando el ejemplo anterior, la intención de manipular al electorado sería parte del motor consciente del partido político y/o del candidato; en tanto que la decisión de ir a votar, por una mentira reconocida como tal, atrapa a la persona en la consciencia del engaño sin que pueda comprender qué la llevó a actuar en favor de algo con lo cual no está de acuerdo.
Otro ejemplo de mentira socialmente aceptada está en la asignación de puestos de trabajo tras un supuesto análisis de un curriculum vitae diseñado en base a un modelo de una página y con muy pocos datos, para facilitar su lectura.
Aquí, los reclutadores facilitan y favorecen la presentación y el ingreso de personas que, más allá de sus capacidades para el trabajo buscado, tienen ciertas características innatas que probablemente causen más problemas en un futuro cercano que los supuestos beneficios que se creía que generaría su contratación. Recursos humanos se maneja en la mentira, propiciando que el candidato tenga una oportunidad para mentir; mientras que el postulante a un empleo elige mentir con un fin consciente sin conocimiento del porqué lo hizo más allá del hecho de satisfacer una necesidad inmediata de supervivencia. Ambas partes mienten y saben para qué lo hacen, pero una de ellas no es consciente de qué fue lo que la movió a elegir mentir.
Tan fuerte es la presencia y la necesidad de la mentira que, para desarrollar habilidades sociales, la persona debe aprender a reconocer qué decir y qué callar.
Hay otros tipos de mentiras, con consecuencias más graves porque atentan directamente con el desarrollo fortalecido de nuestra psique, como el clásico “no es nada” con el que un padre o una madre clausuran la posibilidad de que un menor obtenga atención ante una lastimadura sangrante que lo sorprende y lo angustia. En este caso, el “no es nada” pudiera estar dirigido desde y hacia el mismo progenitor que emite esa sentencia, con el fin de controlar su propia angustia al pensar que en la forma de decirlo está la negación de la nada que le confirma que algo preocupante sucede y se le exige una intervención responsable. Algo sí hay, pero es necesario manejarlo; aun cuando el hijo no conoce ese proceso y no puede dimensionar o comprender el porqué su hemorragia es considerada o significa lo mismo que “nada”.
Más aún, la educación se encarga de anular las diferencias personales, alterando la importancia de la percepción individual ante lo relevante que deben ser las necesidades y exigencias sociales.
De este modo, incorporar lo social como una habilidad o competencia, no es más que promover y forzar el proceso de aprendizaje del protocolo que sostiene a la mentira social y su doble discurso, sostenido por la familia, que intenta cumplir con lo que se le ha enseñado que se debe hacer para pertenecer a la sociedad, por la escuela, que condiciona y adoctrina, y por las empresas, que dan empleo para permitir vivir una vida regulada dentro de lo permitido.
Manejarse en “lo social” implica desarrollar y fortalecer la tolerancia a convivir con otras personas que pueden tanto vibrar empáticamente con la persona como atacarla por conveniencia o capricho; siendo todos los mencionados los elementos de una sociedad que utiliza al individuo, siempre y cuando no exija tiempo, atención y/o espacio para construir su propia posibilidad.
La mentira surge de la creatividad puesta al servicio de la vida.
Así las cosas, todos podemos mentir, y antes o después hemos estado inconscientemente impulsados a hacerlo, pero conscientemente podemos elegir no mentir.
Pero esta mentira movida desde lo inconsciente ¿puede ser juzgada como una mentira?
En principio, la respuesta es que no lo es.
Como sabemos, en el inconsciente humano no existe el tiempo, la cronología entre eventos, tampoco el no ni la noción de la propia muerte; solo una representación subjetiva de lo que se percibe de la realidad, con la característica de que pasado, presente y futuro no conservan un orden. Por lo mismo, tanto los significados que se generan ante una “realidad” como las acciones conscientes basadas en los mismos, son dependientes de los recursos naturales con los que cuenta cada persona para interactuar con su medio.
El saber y el conocer, son conscientes; en cambio, la creencia se alimenta de lo inconsciente para aportar una explicación funcional ante lo nuevo o desconocido y desafía conscientemente a la realidad que la cuestiona.
Para cada ser humano, lo creado por su mente tiene valor de verdad.

Ser diferente no es estar enfermo

En el ámbito de la salud mental, por la intangibilidad de la psiquis, suele recurrirse a criterios que, como dijimos anteriormente, se basan en discusiones y consenso sobre estadísticas de casos y resultados obtenidos.
Sin embargo, aunque es una forma válida de afrontar el desafío de lo intangible, la utilización de criterios aceptados por todos deja fuera de ese “todos” al caso particular a ser tratado: la persona.
Para mostrar cómo lo que es lógico desde la expectativa externa, teniendo en cuenta el tratamiento indicado por el saber científico, no tiene ninguna lógica para el paciente, vemos lo que le sucede al personaje principal de la película Mr. Jones, de 1993, protagonizada por Richard Gere, que había sido diagnosticado con un trastorno bipolar y se le había recetado una medicina que lo equilibraría. En una escena, al salir del hospital, lanza el frasco de pastillas a un cesto de basura, comentando que “... extrañaba sus highs”, es decir, sus estadios de euforia.
Regresando del mundo simbólico del cine a la realidad, es conocida la existencia de pacientes depresivos que, tras comenzar un tratamiento con antidepresivos, al cabo de un tiempo, se estabilizan lo suficiente como para hacerse con el valor que estando deprimidos les faltaba para quitarse la vida.
Dos situaciones, una ficticia y una concreta, para mostrar que no siempre lo que debe ser según todos también es lo que debería ser si se tiene en cuenta la particular y singular forma de ver y vivir la vida que tiene la persona.
La enfermedad mental existe, es un hecho; pero no siempre los criterios utilizados, para evaluar lo que sucede, engranan consistentemente con lo que representan sus significados para la persona que se siente impedida o no capacitada para seguir enfrentando las exigencias de la vida.
Con el tema de las adicciones, sucede lo mismo.
Los tratamientos más difundidos y aceptados hasta la fecha, combinan medicación para la desintoxicación y terapia cognitivo-conductual (TCC); buscando que el paciente adicto reconozca su enfermedad, incorpore datos suficientes sobre la sustancia que consume, se integre a un grupo terapéutico y acepte tener supervisión y guía.
Pero recurrir a la TCC puede detonar situaciones no deseables para la vida de una persona en esta situación, debido a que mediante esa técnica se desconoce la naturaleza del individuo y solamente se intenta corregir lo que está establecido como conducta adversa o creencias desadaptativas.
Volvamos sobre esto último, ya que el término desadaptativo es tanto un juicio en contra de la persona como una confesión del lado de quien lo emite, por el simple hecho de que se puede girar el lente y ver que los que no se adaptan a los que se permiten ser son, precisamente, los que juzgan.
Se considera que la TCC ayuda a los pacientes a controlar emociones y con aquello que los angustia porque, de algún modo, dice ser capaz de detectar y modificar a los pensamientos erróneos y a las creencias que alimentan y soportan a los mismos.
Nuevamente, el juicio. ¿Quién puede decir que alguien que exige que el mundo se detenga, para poder sentir que su vida importa más que lo que puede producir, tiene un pensamiento erróneo?
Revisar este punto es de vital importancia para este trabajo porque exige tomar una posición, pero sin propiciar una grieta ni definir que haya algún bando correcto.
Se pretende corregir al humano que integra a una sociedad por el simple hecho de querer serlo; tal vez, llevando al extremo la oración que reza “porque he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión” para confirmar que el error del ser humano es serlo. Entonces, desde el ámbito de la mente, ¿el objetivo es fortalecer al individuo para que lo sea o debilitarlo lo suficiente como para que no moleste dentro de la sociedad?
Detengámonos un momento para analizar lo expuesto hasta el momento.
En primer lugar, está el tema de la medicación; he atendido pacientes que estaban siendo medicados con antipsicóticos sin que realmente los necesitaran y otras personas que estaban dormidas en vida por ser tratadas con baterías de antidepresivos. ¿Cuál puede ser la calidad de vida de aquellos que sintieron, no recibieron un eco válido a su sentir y, además, se les altera la química cerebral para corregir sus pretensiones?
Cuando la medicación está destinada a sostener el proceso de desintoxicación del organismo, o a propiciar la regeneración del sistema nervioso, o a inducir un condicionamiento aversivo para eliminar o debilitar el circuito del placer del que se alimenta la adicción, es obvia su utilización para devolverle al paciente algo de la fortaleza que necesita para encarar la otra parte del tratamiento, esa que depende de su voluntad para considerar el beneficio de querer el cambio.
Sin embargo, encarar la faceta de la dimensión humana desde el deber, el cumplimiento, el condicionamiento de la conducta mediante reforzamientos negativos y positivos, es cuestionable, pues este enfoque es una exigencia más que confirma que no importa tanto el fortalecimiento del ser humano como la recuperación de la persona-recurso.
Al analizar la conducta adictiva desde la perspectiva social, solamente se observa y estudia lo que la adicción ocasiona en el individuo, en su grupo y en la sociedad; pero inclusive esta forma de abordar esta problemática se torna relativa cuando, dentro de un mismo país, nos encontramos con estados o provincias que encuadran el consumo de ciertas drogas dentro de lo recreativo permitido o de lo prohibido. Los que regulan y juzgan, no se ponen de acuerdo entre sí.
El supeditar la valoración de la elección de una conducta con adicción a una decisión legislativa es desconocer la importancia que tiene para la persona transitar por ese camino, y el extremo es rotularlo genéricamente como enfermedad.
Además, queda en claro que uno no puede estar enfermo en una provincia y estar saludable en la de al lado.
Dado que en unas zonas se tolera la adicción (alcohol, tabaco, drogas) pero en otras se condena y persigue, existe un mensaje desde la sociedad misma que sugiere una devaluación del emisor del mensaje. Así, la persona adicta es un problema de difícil y/o costosa resolución que exige el uso de recursos que deben ser administrados; con la consecuencia obvia, por su impacto en los planes de salud, de catalogarla como enfermedad.
Volvemos a revisar lo planteado precedentemente.
Los diagnósticos tienen su utilidad cuando ayudan a contactar con la problemática de una situación; pero el resultado de una evaluación, en un momento y una situación de vida, no debe ser una etiqueta que la persona llevará en su mente con pesar toda su vida tras haberla recibido.
Ver a la adicción como una enfermedad o trastorno solamente les sirve a los administradores de los recursos de salud y a las empresas aseguradoras.
Tanto la sociedad como los grupos de pertenencia evalúan a sus integrantes en virtud de sus intereses y de lo que pueden ver, aquello de lo que se dan cuenta, lo manifiesto, pero nunca se detienen a cuestionar que hubo detrás de una acción cuestionada por ellos. Con esta limitación, solamente toman una parte de la realidad y excluyen a la otra, que es en la que reside encriptada la motivación inconsciente que llevó a la persona a ejecutar una acción.
Resumiendo, se describe un posible modus operandi y se hipotetiza acerca de una motivación consciente acorde a la forma de proceder, pero nunca se contacta con aquello inconsciente que dio origen al proceso que terminaría con una persona decidiendo conscientemente su forma de actuar, aunque la misma fuese contraria a lo que la generalidad acepta.
Es bien conocido que se cataloga como enfermedad o trastorno a mucho de lo que no se ajusta a un modelo políticamente establecido y aceptado.

Aparición y retroalimentación del ciclo Carencia-Mentira

Si logramos comprender que la carencia no es la representación histórica de las circunstancias en las que un ser humano ha crecido, y logramos cambiar nuestra posición de observador para considerar que cada persona viene preparada con una serie de recursos que la lleva a buscar los códigos de la vida según sus propios términos para “hacerse” de la realidad, estaremos debilitando una de las competencias que se enseñan y exigen en toda cultura o sociedad: la facilidad para juzgar aquello que involucra a emociones y sentimientos que pueden llegar a comprometer la eficacia de un plan o de la productividad.
Por supuesto que detenerse a evaluar a una persona desde una perspectiva empática y comprensiva exige algo valorado como escaso o, al menos, presentado como tan preciado que pocos están dispuestos a utilizarlo en cualquier evento no lucrativo; sí, me refiero al necesario empleo del tiempo para contactar con la necesidad del otro.
Sin embargo, es esta dificultad para detenerse ante el otro lo que alimenta esta carencia, dado que en la misma hay un potente mensaje que guarda en sí la diferencia entre una enfermedad diagnosticable y un pedido desesperado emitido por alguien que habla en un lenguaje no comprendido por sus pares.
Anteriormente, propuse que la carencia es provocada por un retraso en la obtención de un satisfactor para una necesidad inconsciente; por lo tanto, no es un capricho y tampoco una reacción consciente a una frustración consciente. La carencia, de algún modo, se presenta en todas las personas porque en ellas siempre hay una necesidad inconsciente, diferente entre los distintos individuos y ajena al accionar del entorno; aunque cada ser humano cuenta con diversos recursos que le permiten sobrellevar de un modo particular su sentimiento de carencia.
Por analogía, podemos analizar que la mentira no requiere de un juicio para serlo, cuando la misma la produce la propia persona de un modo inconsciente para poder continuar con su vida.
Aunque desde fuera se pueda evaluar y juzgar a la mentira como una tergiversación intencional de la realidad, para la persona tiene un incuestionable valor de verdad la creencia generada desde esa mentira porque la misma fue creada, soportada y defendida para poder rellenar el doloroso hueco que deja la carencia.
Habiendo aclarado que la carencia no depende de lo que el entorno le provea o esté dispuesto a proveerle al individuo, y que su mentira no es intencional, ni por ausencia de seguridad o por temores inconscientes a un desamparo originario, una castración o cualquiera otra interacción con el medio, es necesario explicar la interacción entre estos dos componentes, para lo cual presento un bosquejo sobre la dinámica que he venido observando.

Tabla 1. Dinámica del ciclo Carencia-Mentira

Instancia Descripción
1. La persona nace con una impronta genética que lo prepara para la vida, con recursos y características que van desde la predisposición a la depresión hasta la capacidad de tolerar naturalmente, no por aprendizaje, altas dosis de estrés sin quedar atrapados ni tener temores irracionales.
2. En virtud de sus recursos innatos, interactúa con la realidad en actitud de búsqueda, exigiendo un satisfactor que esté acorde con la percepción inconsciente que tiene de su ser y de aquello para lo que está preparado.
3. Ante el inevitable retraso para obtener el satisfactor inconscientemente necesitado, genera significados de lo que percibe, que comienzan a generar creencias que expliquen la realidad y los sucesos.
4. Al ser una explicación no comprobable, esa creencia es una mentira para poder continuar la vida, aunque sea acarreando la carencia.
5. La mentira creada es eficaz para acallar el sufrimiento por lo no obtenido.
6. Indefectiblemente, con el paso del tiempo la mentira se va debilitando y la carencia reclama su satisfactor.
7. Se crea una nueva mentira, más fuerte y efectiva, que logre contener a los efectos de la carencia.


Siguiendo los pasos descritos en esta dinámica, es necesario descubrir cuáles son las mentiras posibles, que tienen sus raíces en el inconsciente y suceden en distintas instancias de la vida.
Para proteger a la persona, el inconsciente puede activar mecanismos de defensa que desdibujan la realidad, volviéndola soportable, dando tiempo para poder diseñar respuestas a eventos que nos sorprenden y/o superan. El problema de vivir tras un mecanismo de defensa prolongado en el tiempo es que la realidad misma y sus significados posibles quedan completamente tergiversados; por lo que la vida pasa a ser un “como si” y se vive una mentira.
Ejemplos de estos mecanismos de defensa, utilizados como una mentira que pueda contener el sufrimiento de la carencia, los tenemos tanto en la negación como en la identificación con el agresor; inclusive la dinámica presente en “Pegan a un niño”, que nos ha dejado Freud, se convierte en una mentira plausible para lograr amar al que golpea.
Con el transcurso de la vida se van incorporando nuevos objetos al mundo interno de la persona, ampliando los círculos afectivos y sociales. Así, tanto en la guardería como en el jardín de infantes, se va confrontando la realidad conocida, la familiar, con lo que propone esa nueva realidad en la que los viejos códigos, las creencias y los significados son obligados a ser revisados.
No obstante, aunque los círculos y las circunstancias sean diferentes, la carencia subsiste porque, como había anticipado, la misma es independiente del modo cómo actúa el entorno. La mentira inicial era eficaz en otro medio, con otros códigos y significados; pero en el nuevo, comienza a perder efectividad y el dolor de la carencia amenaza con volver a aparecer.
El inconsciente tiene que crear una nueva mentira con valor de verdad para sí misma, que se adapte a la nueva realidad, para pretender una contención a la carencia original en erupción.
En el tiempo de los primeros años de escuela, esa mentira puede disfrazarse de intentos por pertenecer a algún grupo, atreviéndose a hacer actividades o a tener conductas que no le son comunes ni naturales, por simple identificación, si es que cree que así logrará que el nuevo grupo le aporte lo necesario para contener su sensación de necesidad insatisfecha.
Lo descrito en los últimos párrafos se corresponde con la secuencia dada por las instancias 2 a 7 de la Tabla 1, que se repite reiteradamente, cada vez que la mentira se debilita y la carencia vuelve a doler.
Al llegar a la adolescencia, la mentira puede manifestarse de diversas formas, tales como una exacerbación en la dedicación al estudio, la utilización ininterrumpida de videojuegos, la presencia casi permanente en las redes sociales, asistencia diaria a un gimnasio, fumar y/o consumir algún tipo de droga.
La adolescencia, como etapa del desarrollo psicológico, no puede terminar mágica ni abruptamente por la imposición legal de la mayoría de edad; por lo cual, ingresar a una primera juventud social no equivale a haber iniciado ni concluido el proceso de individuación.
La situación se complejiza por el hecho de que las circunstancias cambiantes, a partir del ingreso legal a la vida adulta, le exigen a la persona respuestas, responsabilidad, actitud, resultados, y el tiempo necesario para identificar el origen de la insatisfacción se le torna cada vez más escaso.
Aquí enfatizo tanto el hecho de que lo único que ha permanecido inalterado a lo largo de la vida es la carencia inconsciente, como que la persona ha logrado llegar hasta un hoy. Sí, atrapado en una adicción, pero encontró una forma de no abandonar, de no rendirse ante su sufrimiento inconsciente.
Este cambio de observador es una piedra angular en esta propuesta, dado que modifica los parámetros para evaluar el significado de una adicción, pudiéndola ver como un recurso que se utiliza defensivamente.
Es decir, que una adicción es un escudo ante la realidad que fue creado por alguien que quiere vivir, aunque le duela hacerlo.
Viéndolo desde esta perspectiva, cuesta pensar que un acto defensivo, diseñado e implementado para asegurar la continuidad de la vida, pueda ser considerado una enfermedad; y exige una revisión de toda técnica destinada a intentar que el individuo se acepte como un enfermo.
Los tratamientos cognitivo-conductuales, que buscan “corregir” o modificar estas conductas juzgadas como no deseables o inaceptables, le exigen al paciente que descarte voluntaria y conscientemente su protección ante una amenaza inconsciente de la aparición de un dolor insoportable; convirtiendo una amenaza conocida por otra que no lo es: salir a la vida sin defensa alguna.
El paciente que llega a consulta por propia decisión para tratar un tema de adicción, ya ha dado un paso enorme; por lo cual no está enfermo, sino que está agotado y con poca confianza en sí mismo como para verse capaz de llegar a sacar eso que no conoce y lo agobia.
La técnica que he utilizado en los pacientes que someramente presento en las viñetas que están a continuación, inicia con la aceptación de que eso ha tenido un valor muy importante en su vida, aunque sea juzgado por el entorno.
Consideremos la necesidad del siguiente cambio de observador.
No se debe atacar a la adicción porque, para la persona, fue un último recurso para poder seguir adelante.
En cambio, se busca la manera de entregarle un visto bueno para que pueda notar que “lo logró”, que de algún modo “pudo” llegar hasta un hoy en el que aún se valora lo suficiente como para buscar ayuda. A la vez, se le propone acompañarlo en un proceso de fortalecimiento, que requerirá el esfuerzo de ambas partes, para que descubra que hay nuevos territorios por explorar y transitar en los que pueda elegir dónde y cómo dejar sus huellas con el fin de construir un camino diferente, ni limpio ni mejor, en el que ya no sea necesario volver a recurrir a su hábito anterior. Esto apunta a generar la confianza necesaria para ir retirando a la persona del sitio del acusado, del enfermo, del problemático, con el fin de construir la presencia del terapeuta como el “interlocutor válido” que sí quiere descubrir, escuchar y siempre recibir, comprender e interpretar, su mensaje.
La adicción, suele molestar al grupo de pertenencia, a la familia y/o a la sociedad; además de interferir con las capacidades productivas de la persona.
El paciente con adicción necesita tiempo, se extienda cuanto sea necesario extenderlo, para lograr una resignificación; no una internación en una granja por treinta días.
Recordemos que tanto la carencia que exige como la mentira que la encubre, son inconscientes.
Esto representa un trabajo paciente de retiro de capas históricas de justificaciones ante decisiones que la propia persona comienza a evaluar como no tan acertadas, siendo esa evaluación previa parte de aquello que le llevó a pedir ayuda; pero esas capas exigen tener un significado interpretado y reconocido antes de poder ser abandonadas.
El resultado obtenido ha sido que la famosa frase “solo por hoy” perdió su fuerza, porque implicaba dejar al paciente del lado de ser el poseedor de una debilidad latente que está siempre amenazando con la recaída.
Cada capa resignificada, y dejada a un costado, aporta la consciencia de un progreso en el propio fortalecimiento que sirve de escalón para acceder a la siguiente, adentrándose en el ser, ese que estaba preparado para recibir algo de la vida pero que nunca recibió lo que esperaba.
El paciente deja de serlo cuando se ha entrenado lo suficiente para quitar muchas de estas capas, acercarse a su propio ser, reconocerse digno, no merecedor de juicios devaluatorios, sin mayor deuda que aquella que descubre tener para consigo y que le promete la oportunidad de llegar a ser su mejor versión de sí para, así, propiciar vínculos y relaciones con una calidad diferente.

Casos clínicos


➭ Viñeta: Adicción a la comida

Paciente   A
Edad   48 años
Género   Masculino
Referido   Endocrinólogo
Profesión   Hotelero
Signos y síntomas   ➢ Obesidad mórbida
➢ Apnea de sueño
➢ Rinitis alérgica
➢ Disfunción sexual
Diagnóstico ortodoxo   ▻ Trastorno depresivo
▻ Ansiedad
▻ Adicción
Tratamiento inicial   ► Reducción de la capacidad estomacal mediante un bypass gástrico
Frecuencia   Dos (2) sesiones por semana
Modalidad   Cara a cara presencial

El paciente A llegó a la consulta referido por un médico endocrinólogo que conocía tanto mi teoría como mi trabajo, porque aparenta ser refractario a los tratamientos quirúrgico, farmacológico y psicoterapéutico. Sirva como referencia que llegó a pesar 160 kg y, tras normalizar su sistema endocrino, se sometió a una intervención quirúrgica para hacerse un bypass gástrico. No obstante, a pesar de haber reducido su capacidad estomacal, en un año solamente había adelgazado 30 kg.
Llegó a la consulta con 1.85 m de altura, 130 kg de peso y eventos agudos de rinitis; escéptico respecto de lo que se podría hacer durante el tratamiento.
En la primera sesión, se platicaron cosas superficiales hasta llegar al final; momento en el que él responde con sorpresa al recibir mi saludo de cierre de la misma. Le respondí con una pregunta, indagando en sus expectativas: “¿Acaso esperas que te dé una lista de pasos para que dejes de comer?”
Ante su afirmación, le aclaré que mi tratamiento para él era diferente; explicándole que aquello que le ha hecho querer seguir comiendo, a pesar de haber restringido voluntariamente el volumen de su estómago, era un escudo que le había permitido sobrevivir a algo. Y yo no se lo iba a quitar.
Se calmó y se acomodó en el sillón, relajado, receptivo, lo cual aproveche para explicarle que la comida, ingerida del modo en el que él lo hacía, responde a algo que lo afecta desde adentro, fuera de su control, y que el trabajo estaba orientado a descubrir qué significaban esas cosas que lo afectaban.
Le ofrecí un par de ejemplos de los posibles significados interpretados para lo que en algún momento eligió hacer y nos despedimos.
En el lapso de las siguientes tres sesiones, aportó once significados posibles; mismos que, por haber sido de su producción, fueron analizados para intentar comprender qué había en su mente que le hubiera llevado a considerarlos como posibles.
Ocho sesiones después, es decir, luego de un mes, había rebajado unos 7 kg, ingresando en una meseta que lo inquietaba, porque había comenzado a recuperar su confianza en sí.
Para la sesión número 12, casi no podía hablar por sus dificultades para respirar ante un evento agudo de rinitis. Sin alarmarnos, me levanté para ir a abrir las ventanas; acto que luego fue referido por él como algo a lo que no estaba acostumbrado, el ser tenido en cuenta.
Al ver su sufrimiento al intentar respirar, recurrir a una intervención poco ortodoxa. Le pedí su permiso para hacer contacto, al tiempo que tomaba un cojín del diván. Procedí a ponerlo sobre su tórax, sosteniéndolo con mi mano, que lo apretaba.
Tras unos eternos casi 40 segundos, comienza a mirarme, preguntándome sin emitir la pregunta; razón por la cual yo la puse en palabras: “¿Cuánto más vas a oprimirme?", mientras seguía sosteniendo el cojín con presión contra su tórax.
Intenta moverse, pero me sostengo. Luego de unos 30 segundos más, le libero un “¿Hasta cuándo me vas a permitir que te impida respirar libremente?”.
Me respondió con una pregunta “¿Qué? ¿Puedo?”
Respondí, “No sé. Decide tú”; a lo cual me pidió terminar lo que él había comprendido que era un ejercicio.
Curiosamente, desapareció su evento de rinitis y se incrementó la producción de material para los siguientes dos meses.
Para el cuarto mes de tratamiento, había ganado un total de 30 kg de salud y vitalidad, coincidentemente con el haber descubierto el para qué había creado su escudo de grasa y de haber decidido que iba a iniciar un cambio radical en su vida y sus relaciones, en particular, finalmente divorciarse de su esposa dado que ya sus hijos habían crecido y “volado del nido”, por lo cual ya no era necesario seguir aparentando ni soportando la carga de una vida insatisfactoria.
Tras un año, se asentó en saludables 95 kg y se lo veía activo, vital y feliz.


➭ Viñeta: Adicción al alcohol

Paciente   B
Edad   40 años
Género   Masculino
Referido   Psiquiatra neurofisiólogo
Profesión   Ingeniero en Sistemas de Información
Signos y síntomas   ➢ Intoxicación por alcohol
➢ Dificultad para comunicarse
➢ Pérdida aparente del sentido de la vida
Diagnóstico ortodoxo   ▻ Trastorno depresivo
▻ Afasia
▻ Ansiedad
▻ Adicción
Tratamiento inicial   ➢ Complejo vitamínico B
➢ Carbamazepina
➢ Aversivo
Frecuencia   Dos (2) sesiones por semana.
Modalidad   Cara a cara presencial

El paciente B llegó a la consulta referido por un médico psiquiatra, psicoanalista y neurofisiólogo, que conocía mi trabajo, y consideraba que no estaba preparado para recibir TCC.
Durante gran parte de los primeros tres meses, era imposible realizar un trabajo simbólico, dado el deterioro neurológico y cognitivo al que había llegado el paciente B; de tal magnitud que le había hecho perder su trabajo como Jefe de Sistemas en una empresa multinacional. Las pláticas eran muy lentas, intrascendentes, superficiales, y muchas veces sin coherencia alguna.
Lo recibía en el consultorio, tambaleante y con su fuerte olor a alcohol, hasta que ambos signos disminuyeron con el paso de las sesiones; lo cual era un indicador de que estaba respetando el tratamiento farmacológico y que la regeneración de su sistema nervioso estaba en progreso.
Dado que contaba con el soporte del psiquiatra, me basé en su buena disposición durante estos meses iniciales para compartirle mi enfoque, sin juicios ni mayor exigencia que la de su compromiso para ir descubriendo cuáles beneficios hallaba o creía haber hallado en cada copa de vino que ingería; algo que lo tomó por sorpresa, porque estaba acostumbrado a ser tratado como el ebrio, aquel que da vergüenza y que no merece ser ayudado.
Hacia el quinto mes de sesiones pudimos comenzar a separar lo manifiesto, lo evidente, de lo subyacente para poder esbozar algunas interpretaciones a significados posibles. Unos ocho meses después de la primera sesión, comenzó a dejar la carbamazepina, ya que habían desaparecido sus temblores y lograba mantener una conversación lúcida y coherentemente.
Entre los significados que fueron surgiendo, para explicar sus motivaciones, hubo referencias al vínculo con sus padres; en especial, una negación del maltrato que su padre sufría en su relación con su esposa. Según él, en una primera aproximación señala que el alcohol le servía para alejar a la gente y no llegar a tener una pareja que lo pudiera someter como lo estaba su padre; más adelante surgió que con el alcohol evitaba ver y sufrir la vida de su padre, para, finalmente, rescatar un significado más referido a una pena sobre sí mismo por darse cuenta que él, como hijo, había recibido un trato similar.
Solo quería ser querido y descubrió que no se trataba de él, sino de la incapacidad natural de su madre para querer, así como la del padre para defender su propia dignidad.
Tuvo necesidad de volver a beber, un par de semanas. Tanto el psiquiatra como yo nos dimos cuenta porque había cambiado su forma de comunicarse. Sin embargo, antes de que regresaran los temblores, reaccionó y logró cambiar su perspectiva de su vida.
Ya no quería volver a estar en una relación laboral de dependencia; por lo que buscó y encontró la forma de asociarse con alguien para iniciar un emprendimiento. Había dejado atrás el sometimiento del empleado para pasar a ser el dueño de su destino, plenamente responsable de las consecuencias de sus actos.
Quería estar presente para no perder ese momento y el alcohol se lo imposibilitaba.


➭ Viñeta: Adicción a la marihuana

Paciente   C
Edad   38 años
Género   Masculino
Referido   Otro paciente
Profesión   Viajante de comercio
Signos y síntomas   ➢ Ansiedad
➢ Tristeza profunda
➢ Pérdida aparente del sentido de la vida
Diagnóstico ortodoxo   ▻ Trastorno depresivo
▻ Ansiedad
▻ Adicción
Tratamiento inicial   ► Internado un mes en rehabilitación
► Terapia cognitiva-conductual
Frecuencia   Inicial, dos (2) sesiones por semana. Actual, una (1) quincenal
Modalidad   Cara a cara por videoconferencia

El paciente C llegó a la consulta referido por un anterior paciente mío que no tenía adicciones manifiestas.
Su llamada telefónica inicial fue balbuceante, insegura, evidenciando en su voz a una persona sensible, doliente y que había llegado al punto de tener como única esperanza que hubiera alguien que creyera en él y le contagiara la suya.
Leí entre líneas y le anticipé un par de cambios de observador acerca de lo que podría estar sucediéndole en ese momento.
Habilitamos un chat mediante una aplicación en el celular y siguió interactuando con breves mensajes cada 20 o 30 minutos durante las siguientes tres horas. En otras palabras, antes de haber tenido la primera sesión, C me había permitido ubicarme en el sitio del que está dispuesto a escucharlo y a recibirlo.
C ya había estado internado durante un mes en una granja de rehabilitación, tanto por su adicción a las drogas como por un intento fallido de suicidio con pastillas.
El proceso de desintoxicación, forzoso cuando estuvo internado, y el intento de inculcar en él nuevos hábitos y rutinas, no sirvieron, ya que un par de semanas después de salir de la granja, volvió a consumir marihuana.
El motivo inicial de la consulta fue por una herida amorosa tras su ruptura con su pareja. En la siguiente sesión surgió que ella esperaba más diversión y una relación “menos intensa”, en tanto que él había quedado impregnado de su presencia y no podía quitarla de su mente, echándose culpas por no haber visto qué era lo que ella buscaba o quería.
El tema de la droga fue apareciendo paulatinamente, quedando manifiesto en la cuarta sesión, tras compartirme su gran dificultad para conciliar el sueño.
Dado que estábamos pudiendo contener la parte afectiva al haber iniciado un proceso de duelo, decidimos pasar a ver si podíamos comprender el tema de su adicción a la marihuana.
Nuevamente, quedó en claro, desde el primer momento en el que abordamos el tema, que no había intención de mi parte de querer quitarle algo. Le expliqué la dinámica que estoy presentando en este trabajo y que el propósito de hacerlo así era el de ver si aquello que lo había llevado a querer drogarse tenía vigencia en la actualidad.
El beneficio de este enfoque estuvo en que la libertad de acción que se acordó tanto le transmitió una sensación de confianza como que evitó que tuviera que aferrarse más a la droga para protegerla o defenderla de los agresores que se la querían quitar.
Si la droga era su defensa, no tenía yo derecho de quitarle su escudo y desarmarlo, menos cuando ni siquiera conocía sus propios recursos y fortalezas.
Desde el primer momento fue receptivo y con una alta capacidad de introspección; algo que me hizo sentido con el pedido de su ex-novia respecto a que fuera menos intenso.
Al final de cada sesión me hacía una devolución acerca de lo que había considerado importante para su momento, siendo todas sus consideraciones muy oportunas y atinadas.
Por momentos el duelo interfirió en el proceso, coincidiendo con aumentos en el consumo de marihuana, según lo relatado por él.
Pudo ver la dinámica que él mismo generaba, y comenzó a enojarse, al punto de poder comenzar a modificar su vínculo con sus padres y a establecer cuáles eran sus gustos y en qué no estaba de acuerdo.
El cambio le causó cierta ambivalencia, ya que por un lado temía perder a los demás, como había perdido a su novia, pero por otra parte le hacía sentirse poderoso y capaz.
Fue reduciendo el consumo para poder mejorar su estado físico, dado que había comenzado a entrenar, correr, alimentarse mejor y dormir.
Actualmente, la droga está prácticamente dejada a un lado, tanto por el cuidado de su físico como para que la misma no interfiera con el desarrollo de su vida y su trabajo.


Conclusión

El beneficio principal que se obtiene de definir una posición para quedar del lado del paciente, radica en que le permite al terapeuta contactar, sin memoria y sin deseo, con lo que subyace en sus conductas según sus términos y no de acuerdo a lo que sugiere la teoría.
Poder convertirse en un “interlocutor válido” fortalece al proceso y les brinda a ambas partes la oportunidad de contactar, tanto con la necesidad y los significados como con la escucha libre y empática que le devuelve al paciente su consciencia sobre su existencia.
Como quizás pude haber logrado dejar entrever en las viñetas de los casos clínicos, este enfoque requiere de tiempo porque pondera el valor que tiene el proceso en vez de fijarse en la obtención rápida de resultados. En ese tiempo, también se está acompañando a la persona en la construcción y en la aparición de su Yo; que es el mismo que era, pero diferente merced a la resignificación de lo que se ha vivido y a la nueva consciencia acerca de sus capacidades y herramientas propias para responderle a la vida.
En una sociedad que busca aplacar mediante la imposición de conductas, sea por educación o en granjas de rehabilitación o reprogramación, a aquel Yo que se atreve a iniciar una frase o una acción anteponiendo un “Yo”, los resultados que he obtenido me demostraron que sin el permiso para que un Yo exista y se manifieste, la posibilidad de incurrir en una adicción se incrementa para algunos tipos de personalidad.
Vuelvo a compartir mi posición teórica respecto de que la personalidad no se construye con la vida, sino que viene con mediante impronta genética. Sí se acumulan experiencias que reflejan la creatividad para responderle a la vida, pero la personalidad surge de los recursos endocrinos y genéticos que permiten que ciertos circuitos funcionen de un modo u otro frente a la realidad.
El Yo, fuerte y presente, amenaza; porque no se doblega ni es tan fácil de ser controlado. Lo curioso, si se me permite, está en que se intente evitar que el Yo surja para que no le cause problemas a otro Yo que se manifestó antes y ocupó una posición de poder y/o control.
Algo no está bien en esa ecuación, y en tanto no se comprenda que una persona viene preparada para ver, comprender, asimilar, responder y producir algo frente a la realidad, de una forma propia, legítima, única y diferente de la que otro lo hace, se estará alimentando la carencia inconsciente que duele y exige la creación de una mentira inconsciente que calme ese dolor y permita sobrevivir... manteniendo en marcha el motor con el que se mueve una persona hacia la adicción.

Referencias

Balint, M. (1993). La Falta Básica. Aspectos terapéuticos de la regresión. (1ª reimp.). Paidós Psicología Profunda.
Santoro, A. y Behn-Eschenburg, C. (2021). OntoPsiquis-Más allá del eneagrama y el psicoanálisis (2ª ed., Vol. I). THINSCEN - The Inner Strengthening Center.
Santoro, A. y Behn-Eschenburg, C. (2021). OntoPsiquis-Más allá del eneagrama y el psicoanálisis (1ª ed., Vol. II). THINSCEN - The Inner Strengthening Center.